2006
Cada trazo
Museo de Arte Moderno
Cada trazo de Teresa Velázquez o la contemplación del Ser

Hace tiempo, cuando aún existía la Unión Soviética, un grupo de historiadores del arte descubrió que en un pequeño pueblo de esa vasta región una mujer guardaba en su casa un icono tan hermoso como antiguo. Los expertos la visitaron y le pidieron que lo entregara seduciéndola con la idea de que en el museo miles de visitantes podrían gozar de su belleza. “Un icono –respondió la mujer—no está hecho para verse, sino para rezar delante de él”.

El icono bizantino, antes de ser domesticado por el museo, era más que una imagen un umbral. Estaba hecho no para la admiración y el arrobo, sino para la contemplación y la plegaria. Arte monástico, por excelencia, el icono, como lo muestra la anécdota de la mujer rusa, era una mediación, un allá que permitía a través de la forma contemplar desde el acá el más allá, el misterio inefable que no tiene forma, o para decirlo en un lenguaje más filosófico, contemplar el typos (la transrealidad que se encuentra en el Cielo) a través del ptototypos (el umbral del icono. La forma). “El icono –escribía Iván Illich—es una ventana que da a lo eterno en donde Cristo y su madre, reencarnados en el Cielo, después de su ascensión se encuentran ya en la gloria de los ángeles”. Mirar un icono implicaba, entonces, sentarse en estado de plegaria, posar los ojos en él y atravesar el umbral: cuando el icono comenzaba a vibrar y la forma desaparecía, se había entrado en la transrealidad del misterio, lo que está más allá del umbral.

Con el desarrollo de la imagen, la pintura, que dejó de percibirse como un umbral y desplazó la mirada contemplativa a la de un espectador que goza con ella, no dejó por eso de pasar a través de sus formas esa transrealidad que el pintor capta en la realidad misma.

¿Sucede lo mismo no sólo con la deconstrucción moderna de la forma, sino con su expresión más radical, el abstraccionismo? Sí, solo que ellas, en particular la pintura abstracta, buscan saltarse la mediación de la forma que ha perdido sus significaciones teológicas, para dejar pasar la pura transrealidad. Al haber dejado de percibirse la realidad y sus formas como un umbral y empezarlas a mirar como apariencias, la pintura abstracta busca sacrificarla para que la verdadera realidad, ya sin contenidos específicos, surja.

Por desgracia, el desalojo posmoderno de la vida espiritual y su ámbito metafísico, ha hecho que el abstraccionismo pierda su dimensión mistérica y mística para acotarse en una realidad solipsista que no quiere ser más que expresión de sí misma. Para la mayoría de los abstraccionistas, los valores de la forma, el color, la textura y la composición, ya no nos remiten a esa transrealidad, sino a la propia obra que no quiere ser otra cosa que lo que ella es: una realidad autónoma sin significaciones, una pura belleza.

Teresa Velázquez es, sin embargo, una excepción. Lejos del confinamiento pictórico al que se ha reducido el abstraccionismo, va en busca de esa tradición olvidada para hacer de la pintura abstracta un ejercicio espiritual lleno de resonancias místicas. Podría decirse que su obra, al igual que el icono, es una convocatoria del aparecer del Ser; pero también, y a diferencia suya, una convocatoria sin mediación. Teresa Velázquez sabe que en un mundo en el que la mirada, golpeada por la virtualidad de los medios electrónicos, ha perdido su capacidad de ver en las formas umbrales del Ser, convirtiéndolas en apariencia, la única manera de volverlo a convocar es prescindiendo de esa misma apariencia. Su pintura parece decirnos, junto con los místicos, que Dios es todo lo que no puede decirse de Él, pero que aparece en la luz y en los rasgos más elementales de la naturaleza.

Cuando veo su pintura, no puedo dejar de pensar en aquella anécdota zen en la que el maestro Hyakujo, que deseaba enviar a un monje a fundar un monasterio, convocó a sus discípulos para que respondieran un koan. Puso delante de ellos, sobre el suelo, un vaso de agua y preguntó: “¿Quién puede decirme lo que es esto sin nombrarlo?”. Uno de los monjes dijo: “No es un zapato de madera”. Repentinamente, Isan, el monje cocinero, adelantó el pie y empujando suavemente el vaso con la punta de los dedos lo volteó y salió del salón ante la alegría de Hyakujo que lo nombro el nuevo maestro del monasterio.

Al igual que Isan, Teresa Velázquez, no nombra al Ser por su negación, sino por el apartamiento de la apariencia. Al prescindir de ella, lo único que queda es el Ser, el Vacío diría el zen, del que misteriosamente emanan todas las cosas. De la misma manera que el universo zen –hay que ver las maravillosas pinturas que esa tradición ha creado con los trazos más elementales—busca suspender la apariencia conceptual que vela la realidad, Teresa Velázquez al suspender la forma que desembocaría en un discurso o en un puro juego de apariencias, no hace otra cosa que abrirnos, a través de la luz y la reducción de la forma a su más pura elementalidad, a la experiencia desnuda de la transrealidad.

Desde su primera exposición individual, Tratado de la pasión (1991), hasta la que hoy nos convoca, Cada trazo (2006), Teresa Velázquez va del color –esos actos de la luz, como diría Goethe, en donde el Ser se revela al hombre—a la geometría y a los trazos más elementales de la naturaleza donde las vetas de un árbol, la efímera escritura del viento sobre la arena, las ondulaciones de un río o los círculos concéntricos que el agua de un manantial forma, insinúan al Ser que en la luz de su movimiento se vuelve permanencia. Su mundo es así un mundo de contrastes donde lo espiritual se hace luz y la materia luminosidad.

Para poder apreciar mejor la percepción de la naturaleza de la luz en los trazos de Teresa Velázquez, es útil remontarnos a las miniaturas de los códices del siglo XII. En ellas, que continúan la tradición del icono de las iglesias cristianas orientales, la luz, a diferencia de lo que sucede en la pintura del Renacimiento y en las posteriores, incluyendo el abstraccionismo, no viene de afuera para iluminar el cuadro, sino de adentro. No quiero decir con esto que esas pinturas pueden verse en la oscuridad. Digo que al ponerlas a la luz de una vela, las caras, las ropas y los símbolos irradian luz propia. En la obra de Teresa Velázquez sucede algo parecido. Sus cuadros no sugieren ninguna luz. Por el contrario, al colocarlos frente a una correcta iluminación, parece que ellos son luz, como si los trazos que la contienen, al emanar de los oscuro –de allí su gusto y el espléndido uso que hace del negro— fueran su propia fuente de luz, esa luz que el Ser participa a sus criaturas. Al contemplarlos y extasiarse en la minuciosidad de los trazos que la componen y en el equilibrio de sus colores se tiene la impresión de que si esas luminosidades se extinguieran la pintura no sólo dejaría de ser visible sino que dejaría de existir hundiéndose en el caos.

Semejantes a las miniaturas medievales, los cuadros de Teresa Velázquez buscan el ojo, de la misma forma que Dios busca el alma. Según esta óptica espiritual —que se remonta al pecado original que hizo que Adán y Eva pasaran de un mundo resplandeciente a un mundo de opacidades—, la pintura sería un remedio a la oscuridad de un ojo extraviado en la multiplicidad de las cosas, la medicina de una mirada perdida en la oscuridad del pecado que permite a quien la contempla, a través de la luz y de la reducción de las formas a su más pura elementalidad, es decir, mediante el apartamiento de las apariencias, recuperar en parte lo que el hombre extravió: el misterio del Ser en él.

Así, Cada trazo, de Teresa Velazquez, pide a quien mira que se exponga a la luz que emana de sus trazos de tal modo que, semejante a quien contemplaba un icono, entre en el misterio que hace posible todo y se encienda en él. Quizá una reflexión de ese penetrante medieval que fue Hugo de San Víctor pueda aclarar más lo que quiero decir: “Porque igual que con los ojos del cuerpo discernimos las cosas visibles del exterior, así, mediante los rayos de la contemplación [que emanan del ojo] exploramos las cosas invisibles”.

Si el universo zen busca suspender el discurso que habla de las cosas porque cree que la realidad, determinada por el Vacío, existe independientemente y a pesar de cómo la llamemos: ella en sí es una rendija del Ser, Teresa Velázquez, dando una vuelta de tuercas al icono y a las miniaturas medievales, reduce la forma a su mínima expresión y a la luz que emana de ellas para que podamos entrar directamente en el Ser que las hace y nos hace posibles y podamos encendernos. Si creemos, como dicen Gadamer y Pedro Bonnin, “que el sentido profundo de un obra se encuentra oculto detrás de la conformación de elementos (colores, trazos, formas, títulos, etc.) al que en un primer momento la obra enfrenta a nuestros sentidos”, lo que la obra de Teresa Velázquez nos reclama es que, como quien se sienta delante de un icono, dejemos que nuestra mirada, seducida en un primer momento por la perfecta ejecución de los trazos y de las combinaciones del color, se exponga a su luz para que entremos en el misterio del Ser que ella contiene. La tarea a la que nos enfrenta consiste entonces en enseñarnos a mirar de nuevo, a penetrar en cada trazo de su obra y a elevarnos por encima de un mundo cada vez más lleno de apariencias que ocultan la sustancia y cuya aparente luminosidad son otras formas de la tiniebla. Su obra nos pide no el asombro del espectador, sino el silencio del que contempla.

Javier Sicilia

Teresa Velázquez